Desde tiempos remotos, los imperios han justificado sus políticas de guerra y sometimiento de los pueblos utilizando juicios morales, tratando de disimular sus necesidades de expansión de origen económico, político o demográfica fabricando su propia versión de los hechos. Así, los romanos consideraron su superioridad cultural y organizativa frente a los pueblos bárbaros como motivo suficiente para dominarlos. Los árabes cubrieron sus armas con la bandera del islam, llamando guerra santa a una expansión imperial. Los castellanos usaron igualmente la fe católica para imponerse por las armas a los pueblos amerindios. De igual forma que los españoles, todas las naciones europeas (Francia, Inglaterra, Portugal, Holanda) argumentaron que la superioridad de su fe y civilización era motivo sobrado para dominar a las razas del resto del mundo, utilizando el verbo evangelizar en lugar del verbo saquear para que la Historia (a la que los mismos europeos han dado forma a su antojo) les fuera más benevolente.
Tras la caída del último imperio europeo, el británico, surge como primera potencia mundial una nación que, si bien es europea por los cuatro costados, no tiene que soportar el peso de los siglos sobre sus espaldas. Hablamos de una nueva Europa, tan arrogante como la vieja, pero sin cimientos podridos de nación vetusta: Estados Unidos de América. El nuevo imperio está construido mayoritariamente con el esfuerzo de los parias de Europa, miembros de comunidades religiosas perseguidas y emigrantes, que trajeron brazos para domesticar aquel país salvaje y capital (judío) para costear todo lo que necesita una nación moderna. También fue necesaria una mano de obra que trabajara gratis y que garantizara alimento y vestimenta a los nuevos moradores. Por ello, durante largo tiempo se empleó a millones de negros africanos y descendientes de africanos como esclavos, trabajando para los nuevos amos (aquellos blancos capaces de amasar cierta fortuna). El imperio americano arrastra a Europa y el resto de pueblos occidentales u occidentalistas, y busca espacios a dominar. Tras resistir al brote imperialista alemán (1933-1945) encuentra un enemigo al que asestar un golpe mortal, y lo encuentra en el comunismo soviético. Los rusos y los pueblos de su órbita resisen hasta 1989-1991 cuando, salvo Cuba, Corea del Norte y la China Popular (luego de abandonar la ortodoxia marxista), soportaron el peso de sus propias contradicciones. Llegados a finales de siglo urge encontrar un nuevo enemigo al que aplastar. Con la inestimable ayuda de sus aliados sionistas y sus agentes antisoviéticos convertidos al islam más radical o caídos en desgracia, como el Sha ante el pueblo de Irán, el Gobierno de Estados. Unidos descubrió en el mundo islámico a su chivo expiatorio. Descargando todo lo malo del ser humano sobre los musulmanes, Estados Unidos fue capaz de hacer creer al mundo que eran los seguidores de Muhammad los culpables. Y así fue como Estados Unidos lanzo un última cruzada contra el islam, valiéndose incluso de la ayuda de los Judas del golfo Pérsico.
Sólo quedaba justificar la agresión imperialista de Estados Unidos y sus aliados contra la fe islámica de igual que todos los imperios anteriores. Ahora, iba a ser la democracia "capitalista" la que librara al imperio de la suciedad de la Historia. Y bajo el pretexto de defender la democracia, la libertad y los derechos humanos, se le perdonan las bombas sobra Bagdad, Trípoli, Gaza, Beirut o Damasco. Cuando lo que el imperio realmente quiere no es democracia, sino petróleo. Porque las arenas guardan un océano negro y Estados Unidos sabe que los misiles abren el camino a las aguas. Con el islam herido pero no muerto, Estados Unidos ha encontrado dos nuevos rivales: Venezuela y demás naciones del proyecto bolivarianos, y los viejos conocidos rusos y chinos. Una Europa del Sur de izquierdas sería otro serio contrincante.
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