martes, 9 de diciembre de 2014

El islam: el chivo expiatorio del imperialismo

Desde tiempos remotos, los imperios han justificado sus políticas de guerra y sometimiento de los pueblos utilizando juicios morales, tratando de disimular sus necesidades de expansión de origen económico, político o demográfica fabricando su propia versión de los hechos. Así, los romanos consideraron su superioridad cultural y organizativa frente a los pueblos bárbaros como motivo suficiente para dominarlos. Los árabes cubrieron sus armas con la bandera del islam, llamando guerra santa a una expansión imperial. Los castellanos usaron igualmente la fe católica para imponerse por las armas a los pueblos amerindios. De igual forma que los españoles, todas las naciones europeas (Francia, Inglaterra, Portugal, Holanda) argumentaron que la superioridad de su fe y civilización era motivo sobrado para dominar a las razas del resto del mundo, utilizando el verbo evangelizar en lugar del verbo saquear para que la Historia (a la que los mismos europeos han dado forma a su antojo) les fuera más benevolente.

Tras la caída del último imperio europeo, el británico, surge como primera potencia mundial una nación que, si bien es europea por los cuatro costados, no tiene que soportar el peso de los siglos sobre sus espaldas. Hablamos de una nueva Europa, tan arrogante como la vieja, pero sin cimientos podridos de nación vetusta: Estados Unidos de América. El nuevo imperio está construido mayoritariamente con el esfuerzo de los parias de Europa, miembros de comunidades religiosas perseguidas y emigrantes, que trajeron brazos para domesticar aquel país salvaje y capital (judío) para costear todo lo que necesita una nación moderna. También fue necesaria una mano de obra que trabajara gratis y que garantizara alimento y vestimenta a los nuevos moradores. Por ello, durante largo tiempo se empleó a millones de negros africanos y descendientes de africanos como esclavos, trabajando para los nuevos amos (aquellos blancos capaces de amasar cierta fortuna). El imperio americano arrastra a Europa y el resto de pueblos occidentales u occidentalistas, y busca espacios a dominar. Tras resistir al brote imperialista alemán (1933-1945) encuentra un enemigo al que asestar un golpe mortal, y lo encuentra en el comunismo soviético. Los rusos y los pueblos de su órbita resisen hasta 1989-1991 cuando, salvo Cuba, Corea del Norte y la China Popular (luego de abandonar la ortodoxia marxista), soportaron el peso de sus propias contradicciones. Llegados a finales de siglo urge encontrar un nuevo enemigo al que aplastar. Con la inestimable ayuda de sus aliados sionistas y sus agentes antisoviéticos convertidos al islam más radical o caídos en desgracia, como el Sha ante el pueblo de Irán, el Gobierno de Estados. Unidos descubrió en el mundo islámico a su chivo expiatorio. Descargando todo lo malo del ser humano sobre los musulmanes, Estados Unidos fue capaz de hacer creer al mundo que eran los seguidores de Muhammad los culpables. Y así fue como Estados Unidos lanzo un última cruzada contra el islam, valiéndose incluso de la ayuda de los Judas del golfo Pérsico.

Sólo quedaba justificar la agresión imperialista de Estados Unidos y sus aliados contra la fe islámica de igual que todos los imperios anteriores. Ahora, iba a ser la democracia "capitalista" la que librara al imperio de la suciedad de la Historia. Y bajo el pretexto de defender la democracia, la libertad y los derechos humanos, se le perdonan las bombas sobra Bagdad, Trípoli, Gaza, Beirut o Damasco. Cuando lo que el imperio realmente quiere no es democracia, sino petróleo. Porque las arenas guardan un océano negro y Estados Unidos sabe que los misiles abren el camino a las aguas. Con el islam herido pero no muerto, Estados Unidos ha encontrado dos nuevos rivales: Venezuela y demás naciones del proyecto bolivarianos, y los viejos conocidos rusos y chinos. Una Europa del Sur de izquierdas sería otro serio contrincante.

viernes, 5 de diciembre de 2014

España y lo extranjero. Las posibilidades del andalucismo

Buscando una explicación al miedo del español a lo extranjero.

El hispano ha sido siempre un pueblo temeroso a todo lo que viene de fuera. El hispano de la Edad Media, resultado de la mezcla de distintas razas indoeuropeas, se enfrentó con todas sus fuerzas contra una cultura por entonces superior: el mundo islámico. Los pueblos del norte de España expulsaron a los moros tras 700 años de combates. Ahora, los distintos pueblos de la Península, castellanos, aragoneses, leoneses, galaico-portugueses, catalanes, vascos, especialmente al sur seguían temiendo a moros y judíos, por lo que los hispanos cristianos terminaron expulsándoles de la Península, utilizando el genocidio y la deportación en masa.

El hispano terminó haciéndose español pero siguió siendo temeroso y se parapetó en la fe católica para protegerse de las nuevas ideas europeas. Y alcanzó su mayoría de edad luchando contra Napoleón, luchando al mismo tiempo por las cadenas y por la libertad. España llegó tarde al maquinismo y cuando lo hizo fue a su manera. A España le costó adaptarse a la democracia y fue el último reducto del fascismo. Fue el último estado de Europa occidental en abrazar el europeísmo y, cuando lo ha hecho a gestado una crisis social y nacional que pone en jaque la integridad del Estado español y de la identidad nacional española. Que nadie dude que el auge del soberanismo en España está íntimamente ligado a la crisis del capitalismo europeo, en el que han fracasado tanto el proyecto europeo como el de los estados nacionales. Históricamente, España ha paliado sus miedos de forma ofensiva. Es la España de los Descubrimientos y la España Orientadora Espiritual del Mundo. Pero España, cuando es débil, se resiste a perder su identidad agitándose como la presa al caer en la trampa. El nacionalismo español, cuyo origen coincide con la decadencia española de finales del siglo XVIII y principios del XIX, es la respuesta de la España contemporánea a sus miedos. Como todo nacionalismo, aparece como respuesta a una crisis de identidad o a la suplantación de la identidad propia por una identidad extranjera. Pero el nacionalismo adquiere en el caso español una personalidad cerrada, que expresa con su prepotencia una falsa superioridad. Así, el españolismo es fundamentalmente prepotente en tanto que tiende a tapar sus vergüenzas creyéndose superior al diferente.

De la disgregación del Estado español salen nuevas naciones y del miedo a la destrucción del Estado nace el nacionalismo español. Un mundo nuevo que no nace y un mundo viejo que no quiere morir, en medio los monstruos engalanados de banderas españolas, entre el antimodernismo fascista y católico de José Antonio y el católico y militar de Franco hasta el republicanismo progresista pequeñoburgués, pasando por el liberalismo español, conservador, católico y con un barniz de europeísmo taurino.

De España por ahora pocas cosas buenas podemos esperar, al igual que de Europa, pues son proyectos abocados al fracaso. Los andaluces bien haríamos en imitar a los catalanes y buscar nuestro propio camino y tal vez mañanas volvamos a encontrarnos y hablaremos de otra España.

El latifundismo en Andalucía

El latifundismo ha sido y es una de las características del campo andaluz, lo que ha supuesto todo un lastre para el desarrollo económico y social del pueblo andaluz y, por tanto, su desarrollo como entidad política propia. El desigual reparto de la tierra, concentrada en unas pocas manos, creo una élite de terratenientes (sean de origen aristocrático o burgués) enfrentada a una mayoría de expropiados. El latifundio condena a la miseria al agricultor pobre y al jornalero, el uno privado de las mejores tierras, el otro forzado a trabajar mucho y cobrar poco.

El origen de los latifundios se sitúa en los siglos posteriores a la conquista castellana, en los que la economía andaluza pasa del urbanismo andalusí, basado en el comercio, la artesanía y una agricultura muy abanada, a una economía castellana, basada en el mundo rural y un sistema agrícola muy rudimentario. La propiedad en Al Ándalus estaba repartida, lo que posibilitaba un mejor aprovechamiento del suelo. La propiedad en la Andalucía recién conquistada sigue siendo de tipo andalusí mientras en el campo viva el moro. Pero, a medida que Andalucía es repoblada por castellanos y los moriscos son castellanizados por la fuerza, entre los siglos   la propiedad queda concentrada en manos de la nobleza mientras el pequeño campesino era saqueado. El soberano de Castilla patrocinaba personalmente el reparto de los campos de Andalucía, regalando enormes extensiones de tierra a la nobleza y a las órdenes religiosas. Los castellanos, que no padecen el latifundismo en el norte y centro de la Península, establecieron grandes propiedades al sur de las Navas de Tolosa. Esto se deba quizás a la mayor presencia musulmana en esta parte, pues la expulsión de estos provocó el abandono de amplias extensiones de tierra, lo que unido a la necesidad de reforzar militarmente la frontera con Granada, favorecía la colonización por parte de nobles y órdenes. Tanto en el valle del Guadalquivir, como en Extremadura y en La Mancha, los grandes latifundios representan buena parte de las propiedades agrícolas, casi la mitad a principios del siglo XX. En cambio, en Granada la presencia de latifundios es menor que en Sierra Morena y en la Depresión Bética, en parte por una conquista tardía y en parte por un relieve más accidentado.

Los campos de Andalucía continuaron perteneciendo a la nobleza castellana hasta las revoluciones liberales, en las que fueron privatizadas y comprados por burgueses y nobles adinerados. A pesar de este cambio en la forma de propiedad, el campo andaluz continuó siendo improductivo pues continuaba sin ser cultivado en buena parte de su totalidad. La mayoría de los andaluces continuaba trabajando de jornalero o arrendando una pequeña parcela y salvo la escueta reforma agraria republicana, nadie desde España prestó demasiada atención al problema andaluz. La industrialización franquista trajo de la mano la muerte del campo andaluz y la mayoría de los jornaleros y campesinos de Andalucía emigró a las regiones del norte o al extranjero. Y en lugar de desarrollarse la industria en nuestro país, millones de andaluces y andaluzas fueron obligados a trabajar como obreros en industrias de Cataluña, Euskadi o Alemania.

Hoy en día, buena parte de la tierra continúa perteneciendo a haciendas y cortijos, salvo la aparición de una mediana propiedad agrícola (invernaderos) en zonas de Almería y Huelva. Los cultivos tradicionales han dado paso a la agricultura intensiva que, si bien mejora la producción, añade un nuevo daño al campo: la contaminación. El uso de productos químicos y técnicas abusivas, y la extensión salvaje de los núcleos urbanos pone en peligro la riqueza natural de Andalucía.

Los límites de la Andalucía auténtica

Las fronteras de Andalucía, tanto externas como internas, están basadas en los límites de la agrupación formada por las ocho provincias que Javier de Burgos creó artificialmente en 1833. Esas ocho provincias que conformaron esa identidad llamada Andalucía que, por otro lado, es cierta, pero que como veremos no se corresponde estrictamente a las ocho provincias.

La identidad andaluza partió de una situación previa: la territorialidad bética. Andalucía se confunde, no ya con Al-Ándalus sino con la artificial Bética romana. Por tanto, la constitución de Andalucía en torno al río Bétis-Guadalquivir- es distorsionada al partir de una realidad histórica (el Imperio romano) cuya actualidad ha sido eclipsada por la aparición de una gran cultura posterior (Al-Ándalus). Por ello, podríamos hablar de la Andalucía auténtica, es decir, de las comarcas regadas por el Guadalquivir: Sevilla, Córdoba, buena parte de Jaén, y las costas y campiñas de Huelva y Cádiz. Sería justo reconocer el Andalucismo auténtico con un carácter regionalista bético.

Por otro lado, hablaríamos de pueblos andaluces mestizos, cuya diferenciación se debe a los procesos de conquista de Al-Ándalus por parte de los hispano-godos cristianos. Al oeste de nuestras fronteras, existirían las comarcas del Andévalo y la Sierra. La primera de ellas presenta rasgos de haber pasado por una reconquista portuguesa y castellana; la segundo presenta además, salvo en su extremo noroeste y sureste, con una componente leonesa. Por ello convendría señalar señalar como justificada la unión del Andévalo con el Alentejo portugués e incluso el Algarve y la costa oeste de Huelva, y la Sierra unida como comarca pacense o al menos sevillana. Por el este de Andalacía aparece la grande región granadina, que abarca desde la Sierra de Cádiz y el Campo de Gibraltar hasta el Levante almeriense, uniforme salvo con la diferencialidad de Málaga en su zona occidental y en las fronteras entre del Levante y los Vélez de Almería con el territorio murciano. En la actual provincia de Jaén podemos encontrar la zona propiamente andaluza, del valle del Guadalquivir, junto a partes de Murcia situadas en las zonas próximas al límite con la también actual provincia de Albacete.

No cabe posibilidad de aplicar, entre los modernos andalucistas, el pensamiento infantista sino desde un prisma errónea identificando como andaluzas comarcas que no lo son, o lo son parcialmente, como también lo son el murcianismo y el manchegismo y, en cierto grado, el extremeñismo. Por ello, predicar con un andalucismo verdadero sería reclamar los límites naturales de la Andalucía auténtica con los de la región bética, es decir, el valle del Guadalquivir, mientras se podríamos hablar de las identidades que conforman la Gran Andalucía, es decir, andalusí, en las que se incluirían, además de la del valle del Guadalquivir, la Prebética andaluza integrada a identidadas manchegas y murcianas (con influencias castellanas), a la del Algarve y Alentejo (portugueses) y al Badajoz extremeño (leonés).


Es de notable importancia que el movimiento andalucista recupere su identidad regionalista bética, aplicando con certero rigor las ideas del también partidario de la causa bética Blas Infante, que aunque malagueño y por tanto oriundo de una región no andaluza o al menos tan granadina como andaluza, es con justicia el verdadero Padre de la Patria andaluza, pues supo dar a su idea de Andalucía un carácter béticista.


Desde El Obrero Andaluz queremos:




Reclamamos como andaluzas las tierras de la Bética andaluza, siendo estas las comprendidas por los antiguos reinos de Sevilla, Córdoba y Jaén. Estas tierras conforman la Andalucía histórica. En el siguiente mapa de lenguas del siglo XV en Andalucía se aprecian las regiones andaluzas bajo tonos marrones, siendo el idioma hablado por sus habitantes el castellano, su dialecto el andaluz, con influencias de mozárabe especialmente en su zona occidental. Se produce una mezcla entre el extremeño y el andaluz al norte de Huelva, de Córdoba y de Sevilla, y con el mozárabe de tierras granadinas que, también hablado en el resto de Andalucía (en época andalusí), conoce una castellanización tardía que da a este pueblo, también cristianizado con posterioridad, personalidad y habla distinta a la Andalucía bética.

Consideramos por tanto que deben ser diferenciadas la Andalucía auténtica o bética de la Gran Andalucía (andalusí), de un lado, y de la Andalucía española y provinciana del otro. Así, la Gran Andalucía comprende a los pueblos situados al sur del sur del Guadiana y del Segura (colonizado por campesinos castellanos que habían cohabitado con andalusíes, distinguiéndose las zonas del valle del Guadalquivir (andalusí hasta la revuelta de los mudéjares de 1264) y las sierras subbéticas, españolizadas tras la caída de Granada en 1492).  

La correcta división de las ocho provincias andaluzas de 1833 sería la siguiente:

Las dos Andalucías: la bética y la granadina.
Y conformarían el conjunto de naciones andaluzas las siguientes:

La Gran Andalucía o Andalucía vieja en España.
Alentejo y Algarve (Portugal)